Hace unos días escuché en la radio al hermano de una chica con síndrome Down, no me voy a extender en todo lo que decía, pero al hacer referencia al término con el que la sociedad se refiere a estas personas y otras con diferentes síndromes o enfermedades, él dijo: “discapacitados…”, enseguida comentó: “qué no sé quien ha inventado la palabrita, porque discapacidades tenemos todos”. Desde luego. Unos con gafas, otros cojos, otros con dislexia, otros incapaces de hablar en público, algunos incapaces con las matemáticas, otros con la informática… en fin. Explicaba que con el afán de “maquillar” la forma de llamarlos al final casi era peor. “Ya lo decía yo, tanta corrección para al final ser lo mismo”. Esto último es de mi cosecha. ¡Qué manía de poner adjetivos como sustantivos!
Pero esto me hizo pensar en mi infancia. Pasé muchos ratos, de juegos, de compartir meriendas, catequesis, 1ª Comunión, más juegos, con una niña (ahora mujer) precisamente con síndrome Down, por entonces no se les llamaba discapacitados, pero jamás hubiese pensado en ella como tal. Mi amiga era la persona más “capaz” que conocía. Era “capaz” de dibujar cuando yo todo lo que hacía era “abstracto”, muy abstracto, pero mucho. Mis habilidades pictóricas no han variado, totalmente discapacitada. “Capaz” de coser, hacer ganchillo, punto…cuando yo desesperaba a mi madre que no entendía como podía tener una hija tan negada, es decir, discapacitada, para esas labores cuando ella era un hacha. Pero sobre todo era tremendamente CAPAZ de dar cariño, de volcarse en alguien enfermo, fuese su madre, su padre, o los míos, a los que quería un montón. Yo era todo lo contrario, bastaste gato, arisca, un tanto “discapacitada” para los besos y los abrazos. Pero a mí se me llamaba Rosi, o Mari, o niña, todos sustantivos, nada de adjetivos. Nunca discapacitada. Y lo soy, lo sigo siendo en cantidad de cosas.
La segunda cosa que me llamó la atención ocurrió al ver las imágenes del velatorio de don Adolfo Suárez, no voy a entrar en otros asuntos pues para ello hay gente más capacitada que yo. Me fijé en que todos los que pasaban ante el féretro hacían una leve y correcta inclinación de cabeza. Me estaba preguntando si nadie iba a hacerse la señal de la cruz. Hablando conmigo misma (es un vicio), me decía: “Él era, y toda su familia lo son, muy religiosos, supongo que no les va a molestar este signo cristiano. Porque claro uno a veces tiene que ser políticamente correcto para no herir sensibilidades y aguantarse sus creencias (ironía) ¿No hay ningún cristiano entre los que pasan? ¿Ninguno que no se avergüence de demostrarlo o aparentarlo?”.
Por fin…la Reina, y la Infanta Elena. Bien, sí, se persignan. ¿Y los políticos? ¿Ninguno? La primera en hacerlo, al menos que yo lo viese, la ministra de Sanidad, luego el de Justicia, el siguiente no, luego el de Interior (creo) sí. Los príncipes…él sí ella no. Es posible que sea puntillosa, menuda cosa en la que fijarse. Pero al igual que un cocinero se fija en los platos de un restaurante al que va, mi amiga mira y remira las puntillas de bolillos que ve hechas porque ella también las hace, una modista se fija en las costuras de los trajes de una tienda, mi madre se fijaba en si un jersey era hecho a mano o no, yo me fijo, como cristiana que soy, en esas cosas, en si a alguien no le importa que se le note que es persona de fe. Al fin y al cabo el velatorio y posterior funeral y entierro eran cristianos, no civiles. Hay mucho cristiano “discapacitado”, dicho sin acritud. Sólo por adjetivar. Vamos, con cierta incapacidad para dejar que se note que lo es.