Solo los ponferradinos de cierta edad conocimos a Dominguín, que falleció en 1974 no siendo muy mayor, aunque era complicado adivinar sus años. Dominguín era muy bajito, cojitranco, y no tuvo mucha suerte en la vida. No sé en qué barrio vivía, pero lo que sí sé es que era muy moreno, que tenía un pelo muy negro y brillante y que plantó cara a la vida desde la originalidad. No solo desde la pobreza y la falta de oportunidades.
Como buen berciano, nunca se rindió. Y cuando la vida se le puso aún más cuesta arriba para poder atender a sus modestas necesidades, salió a la calle con una guitarra y con un atril donde colocaba las letras de las canciones que intentaba interpretar. Sí, Dominguín decidió un día que iba a ser cantante, y lo hizo en la estela de la revolución musical pop que sucedió en los años 50 y 60. Cuando Elvis Presley, los Beatles, los Rolling Stones y tantísimos otros grupos y cantantes, españoles y extranjeros, protagonizaron un gran cambio cultural, fundamentalmente en la juventud. Entonces habían adquirido mucha fama los cancioneros que difundían las letras de los temas de moda.
Dominguín vislumbró ahí una ocasión. Soñó que podía ser un músico libre, que podría ganarse humildemente la vida cantando por las calles de Ponferrada, algo que nadie había hecho antes. Eso sí, tenía un problema: no sabía cantar y tampoco sabía tocar la guitarra. Pero tenía un aparato de radio en casa, donde escuchaba cantar a otros y, al menos, podría intentar un tosco acercamiento a aquellas notas.
Ahora bien, Dominguín no solo era cantante. En realidad, su oficio era el de limpiabotas. Con su cojera y sus piernas torcidas, caminaba por los bares del centro de la ciudad llevando su caja de betunes y cepillos. Hasta que algún parroquiano aceptaba su trabajo de lustre y le pagaba el servicio, que entonces solía costar cinco pesetas. Pero Dominguín anhelaba librarse de la servidumbre de su tarea, y por eso abrazó con muchas ganas la nueva, que yo creo que siempre tuvo que compatibilizar con la otra. No llegó a vivir solo de la canción.
Tenía varios lugares en la ciudad donde organizaba sus conciertos. Uno de ellos estaba cerca de la iglesia de San Pedro. Allí aparecía Dominguín con un carrito donde transportaba el atril, los cancioneros, su guitarra y su tesón. No parecía un hombre melancólico, de grandes sutilezas. Él ponía el atril en la acera, elegía la primera canción que iba a interpretar, cogía la guitarra, que solo sabía rasguear anárquicamente, y luego daba el gran paso, el que estaba esperando su espontáneo público: se ponía a cantar.
La suya era una voz ronca, completamente inadecuada para la música. Pero no por ello dejaba de cumplir el programa de cada actuación. Cuatro o cinco canciones lo integraban. Solía llevar una americana gris, y siempre utilizaba unas gafas oscuras que acentuaban su extravagancia. Al final de cada parada, había unas monedas en el sombrero que utilizaba para su retribución.
Mucho me tengo divertido, como tantas otras personas, viendo a Dominguín. Admiré su resolución y su libertinaje; su ir por la vida rompiendo moldes y destrozando cada pieza que trataba de cantar. El espectáculo era puro surrealismo. Allí lo que menos importaba era la música; lo que cautivaba era el gran despropósito de aquellas actuaciones en la calle. Allí no había ni ritmo, ni tono, ni nada. Solo una matraca en la que nunca faltaba, para regocijo general, su interpretación de dos palabras que no formaban parte de la letra de la canción, sino que advertían de la repetición de una estrofa. Naturalmente, me refiero a las palabras “Al estribillo”, que él siempre cantaba sin sospechar su significado.
Dominguín parecía un hombre hermético, a saber qué vida había sido la suya, qué penalidades pasó. Él iba ensimismado, con los betunes o con la guitarra. Ajeno a los clientes y a los espectadores. Había en Dominguín un trato natural con la extrañeza, una marginalidad orgullosa. La de un hombre sin suerte que vivió una vida menor y estrafalaria. Espíritu de artista.
CÉSAR GAVELA