Diario del coronavirus (2)

Ha pasado una semana. Pero mentalmente parece mucho más. Y los que han respetado el confinamiento estrictamente mejor que no digan cómo se sienten. Yo me permito el lujo de circular por carreteras vacías todos los días. Eso sí, me entran más ganas que nunca de salir de la autovía y continuar hacia el monte por el primer camino que aparezca. Al entrar en el trabajo realizo las nuevas rutinas: me froto las manos con el gel desinfectante, mantengo las distancias con las personas que me encuentro -cada vez menos, por el teletrabajo-  y paso toallitas tratadas por el teclado del ordenador y la mesa. Se supone que nadie lo ha utilizado y que han pasado haciendo la limpieza antivirus, pero así se despejan las dudas. Mientras lo hago levanto la vista y veo todo vacío. Estoy solo, cuando lo normal es que estuviera rodeado de actividad. No tengo muy claro si colocarme la mascarilla y los guantes, entre la dudosa utilidad en un medio no especialmente peligroso, las dudas sobre su colocación y quizá lo ridículos que todavía nos sentimos… Pero, esto ya lo sabemos todos, ¿no?, no hace falta contarlo. O quizá sí. Lo necesitamos para convencernos de que es cierto, de que nos está pasando.

 

Lo pienso mientras circulo por la M-40. Aunque de repente el coche de la derecha invade mi carril. Doy un volantazo y lo esquivo. Al volver a cruzarme para sobrepasarlo, con cuidado porque no me fío, veo que lleva mascarilla y una especie de gorro que asocio con los sanitarios. Un friki… ¿o un médico que vuelve cansado del hospital? Continuo y esto me hace recordar una carta que leí de una enfermera de UCI. Se levanta a la misma hora que yo, pero sus días son muy distintos: tiene que colocarse el EPI (equipo de protección), sudar durante horas y horas mientras escucha su propia respiración y, sobre todo, intentar atender y dar ánimos a los enfermos que llenan y hasta desbordan la sala. Y lo peor, cuando “el bicho” vence, escribía: “Cómo podemos pedir a unos hijos que se despidan para siempre desde la puerta de un padre con el que hace escasos 20 días paseaban, comían, reían. Inhumano. Y aún así se marchan dándonos las gracias” (Clara Becerra). Vuelve a casa llorando. Algunos de sus colegas incluso se quedan a dormir en el hospital, por el miedo a contagiar a su familia.

 

Por la redes sociales también me entero de que un amigo está haciendo cuarentena. Tiene síntomas. Guillermo Fesser cuenta que un reportero que cubría el lanzamiento del Apolo 11 le preguntó a un jardinero que segaba la pradera en torno a la lanzadera qué hacía exactamente. Ante semejante pregunta podía haber recibido una mirada de desdén o una respuesta peor. Pero el operario le contestó: “Estoy ayudando a poner a un hombre en la Luna, señor”. Pues eso, lo que toca es acabar con el bicho.

 

Estas son las cosas que ayudan a sobrellevarlo y conocer los verdaderos problemas ocasionados por esta crisis. También, más frívolamente, la interminable sucesión de ocurrencias, menes, vídeos y todo el material que circula por Internet. Bienvenido el humor. Y, mucho más, bienvenidas las muestras de solidaridad. Un aplauso.

 

Pero las sugerencias de ocio y actividades para llenar las horas del confinamiento, que están muy bien, van a terminar por ocasionar más estrés que el propio encierro. No me da tiempo a ver todos los vídeos y películas que me llegan, leer todos los libros, hacer todos los cursos el línea que ofrecen… responder a todos los mensajes de WhatsApp… asistir a todas las citas virtuales a través de Houseparty. Qué ansiedad.

 

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