Diario del coronavirus (13)

Trece semanas sentado ante un ordenador. No pensamos, allá en marzo, que el confinamiento era eso. En realidad tampoco sabíamos cómo era vivir confinados. De un día para otro, simplemente, llegó. Y aquella idea más o menos idílica del teletrabajo se ha transformado en un constante echarse las manos a la espalda y tratar de estirar el cuello, afectados por las interminables horas ante una pantalla y un teclado. Eso los que han tenido la suerte de seguir trabajando. El resto se pasa el tiempo también mirando el ordenador, pero para ver si hay suerte y ha llegado el subsidio o por sorpresa surge una oferta de trabajo. Cinco mil millones de euros para pagar este mes el paro y los erte.

Y si queda algo de tiempo, más ordenador. Para participar en los múltiples webinars,  los seminarios y conferencias a través de Internet para actualizarse o aprender otras habilidades. Y las reuniones de trabajo, también por videoconferencia. Y la evasión de las compras, también.

Y para intentar una reserva en las escasas  mesas de los restaurantes que se han atrevido a abrir. Una extraña sensación más de estos días. El que esté lleno o no te admitan la reserva da una idea de exceso de movimiento que no es real. Hace unos días, en el muy buscado ‘Filandón’ de la M-40 de Madrid, de los maragatos de Pescaderías Coruñesas, nos tuvimos que dar la vuelta porque la policía había ordenado reducir las mesas en la enorme terraza. Pero es que sentados en la sala de un agradable restaurante en una zona en fase tres, normalmente muy animado, la impresión también es triste, con las mesas separadas y varias vacías, como si estuviéramos comiendo en una casa a medio montar.

Frivolidades aparte, habrá que intentar conducirse sin demasiados sobresaltos y ansiedad entre la fase dos y la fase tres, y que llegue cuanto antes el final del confinamiento, al menos antes de que acabe con nuestra paciencia y con la economía de todos.

Ángel M. Alonso Jarrín

 

Print Friendly, PDF & Email