Si algo bueno tienen las crisis es que por definición son finitas, sean estas las que sean y duren lo que duren. Esta reflexión me la hacía yo de joven, cuando eso de pensar era casi obligatorio y no por falta de distracciones –digitales sobre todo, que otras sí las había, incluidas las entonces concupiscentes y hoy sexual-liberales– sino quizá, y solo quizá, por ser una buena vía para marcar diferencia con aquel absurdo entorno que, por más que se empeñen algunos en defender lo contrario, ¡ya lo creo que lo era!
Con las crisis pasa como con las guerras pero con una diferencia: si bien todas las guerras implican crisis, las llevan dentro, al contrario no. O no siempre. Entendiendo solamente como guerras aquellas en que los hombres se matan unos a otros. Bueno, que nos matamos unos a otros. O que unos matan a otros, que también se da, y en los tiempos modernos cada vez más. (Entiéndase “otros” como “otros y otras” por si se asoma por aquí algún joven advenido con posterioridad a la puesta en marcha del desmadre lingüístico que nos invade, aunque, pensándolo bien, sus máximos promotores y promotoras pasan ya ampliamente de los cuarenta y de jovencitos nada, que ya se las trae). Decía que de las crisis, como de las guerras, siempre se sale, aunque unos mejor que otros.
¿Por qué entorno absurdo de los años sesenta, mi lejana juventud? Porque, y a ver si de este modo se enteran muchos que no lo vivieron, una cosa era la vida cotidiana de los sufridos (topicazo) ciudadanos y otra la vida oficial, más teórica que real, que definía y enmarcaba las libertades de toda índole y resumibles en dos grupos: individuales y políticas. Y en esa diferencia, mayúscula, se define lo absurdo de la situación. Los sufridos (topicazo otra vez) ciudadanos vivimos nuestras libertades –menos las políticas, eso sí, y aun así habría mucho que hablar– a placer. Y mirábamos a nuestros mayores como bichos raros anclados en un pasado demasiado reciente para ellos, incapaces de sintonizar con nosotros pero tolerantes por la fuerza de los hechos, de nuestras realidades, que no necesariamente venían de fuera sino que representaban la evolución natural de las cosas y de las sociedades. Y de los individuos uno a uno, ¡coño!
Volviendo a las crisis, que se me va el hilo, cierto es que la que estamos pasando no es de las pequeñas, aunque el virus sí lo sea, y que camina serena –con la serenidad de miles de muertos, que no es poca– hacia su término. Durarán sus efectos económicos y sociales, a lo que parece, bastante tiempo más, y ese periodo será más o menos largo en función de muchos factores que se me escapan, como a la mayoría, por carecer del más mínimo poder económico o político para influir en su desarrollo. Más allá del voto cuatrienal que, como todos sabemos, vale para mucho más que para el mantenimiento de la cada vez más oprobiosa clase política y sus múltiples ramificaciones.
Aunque algunos goces maliciosos va dejando esta crisis –sin que esto no signifique más que un goce meramente intelectual, lejos del sufrimiento humano que ahí no hay diferencia entre unos y otros–, como es ver al chuleta del jefe de los ingleses teniendo que recular remangándose los forrillos para hacer frente a la crisis después de haber mirado por debajo del flequillo a los pobres pigs que somos los latinos, eso sí, algunos más que otros.
Pues eso, que de la crisis se sale, repito. De donde no se sale es de la muerte, al menos para los descreídos, que los creyentes en este caso llevan ventaja…
Juan M. Martínez Valdueza
12 de mayo de 2020