Muchos ciudadanos españoles se han manifestado a lo largo del fin de semana delante de sus ayuntamientos en solidaridad con las víctimas de los atentados terroristas de París y para condenar este tipo de actos criminales. Se han expresado sentimientos de pesar sinceros. En España sabemos mucho, por desgracia, de terrorismo. Hemos sufrido durante muchos años el terror de siglas como ETA, GAL, Guerrilleros de Cristo Rey, GRAPO, FRAP, Tierra Lliure, Mpaic y algún grupúsculo gallego, además de otros grupos de incontrolados de antisistemas y anarquistas. Sabemos lo que es el terror. Hemos llorado a muchas víctimas.
Y también sabemos cómo ganar la batalla. Hoy celebramos en España que ninguno de esos grupos terroristas siga en activo. Los hemos derrotado a todos. Hasta lo que parecía imposible, como es la desaparición de ETA, se ha logrado. Y no ha habido ningún milagro sino la combinación de muchos elementos, como la eficacia policial, medidas políticas, firmeza, consenso político, apoyo internacional, tiras y aflojas con los presos, mucho aguante y la toma de conciencia de la opinión pública de que con la violencia no se llega a ningún sitio. Hoy, nos podrá gustar más o menos, pero las tesis independentistas de vascos y catalanes, por ejemplo, se dirimen en los parlamentos, al igual que las tesis anticapitalistas o autogestionarias. Hoy, en España, nadie exige medidas políticas con un arma en la mano. Es el triunfo de la democracia. Es la victoria de todos.
Ahora, el terror nos viene de afuera. Ahí están los atentados de este fin de semana en París o los de hace unos años en los trenes de Atocha en Madrid, los del metro de Londres, por no recordar lo sucedido en Casablanca o en Túnez. El origen es el mismo: grupos minoritarios pero muy radicalizados de fanáticos islamistas. Lo que alimenta a estos radicales es el odio secular hacia Occidente, que desde hace siglos ha utilizado las tierras de Oriente Medio y África como escenario para alimentar su codicia y dirimir sus diferencias. Un embrollo espantoso de siglos que en los últimos decenios ha empeorado con una descolonización mal resuelta y con la ambición de controlar las materias primas al precio que fuese, incluida la guerra.
Pero, ojo, que el análisis de las causas no nos impida concluir que los únicos culpables son las personas que aprietan el gatillo o detonan las bombas y quienes les proporcionan los medios necesarios y la justificación para matar.
El otro día se presentaba en León el libro “El infierno de los malditos. Conversaciones con el mal”, del médico y psicoanalista Luis Salvador López Herrero. Se trata de una novela filosófica que trata de dar respuesta al porqué nos atrae y seduce tanto el mal. Para ello hace un recorrido de personajes que la historia los ha calificado como de auténticos malvados, pero también de otros, como, por ejemplo, San Agustín, quien, según el autor, debería pasarse una larga temporada en el Purgatorio, si es que existe, y pedir perdón a la humanidad por algunas de sus acciones. La conclusión es que a lo largo de la historia hemos hecho mucho mal en defensa del bien o, lo que es lo mismo, en nombre de Dios.
Y ahora, parece ser, toca el turno de la venganza a los radicales fanáticos islamistas. La única forma de no caer en la tentación y volver a caer en otra espiral de violencia de incalculables consecuencias para el mundo, es aplicar la fórmula que en España ha dado resultado en la lucha contra el terrorismo, es decir, eficacia policial, consenso político, negociación, amparo a las víctimas, movilización ciudadana, colaboración policial internacional y una gran campaña de educación del ciudadano a favor de la paz y del uso de la política como la única herramienta de resolver con eficacia y a largo plazo los problemas.
La ONU debería de servir, de un vez por todas, para algo más que para fabricar palabras amables y vender humo con buenos propósitos.