Crimen y castigo

Tiene Raskólnikov ese deje de superioridad intelectual en sus principios, tan común e intemporal, que no percibe en su cénit la voz de su conciencia, y que no es otra que la de su creador, Fiodor Dostoyevski, que terminará, al fin, por resonar atronadoramente en su cerebro y en su espíritu.

Eso está muy bien. El crimen, si conlleva castigo, concilia las conciencias: a veces las propias y siempre las ajenas.

Lo que ocurre es que eso del crimen, fuera del ejercicio literario de los grandes maestros, que son los que aportan credibilidad a sus historias, es tan relativo para las privilegiadas mentes con ese deje de superioridad intelectual apuntado, que pueden moverse durante toda su vida dentro del mismo sin plantearse siquiera su moralidad o inmoralidad, más allá de legalidades o legitimidades a las que de una forma u otra habrán de recurrir y de asirse.

 

En España, y desde que al fin se dio continuidad al orden mundial establecido tres décadas antes, después del paréntesis franquista, que más que paréntesis histórico tal parece fuera suspiro para generaciones completas que “vivieron sin haber vivido” pero que no cuela ni de coña, que bastantes fueron cuarenta años hasta para hartarse de uno mismo además de hacerlo del dictador, que además va y se muere en la cama dejando con el culo al aire a tanto trajinante-opositor, todos desconocidos para el pueblo pendiente de ser redimido con las esencias republicanas en frasquitos de cristal envenenados, como los caramelos aquellos del barrio de Tetuán, y solo conocidos en cenáculos más o menos clandestinos, que ya el propio franquismo agonizante se construyó el psoe a su medida y que si no se lo digan a los kindelanes, lucías, isidoros, echevarrías y demás colegas receptores del citado orden, una vez eliminados obstáculos del tipo sáhara o del almirante por la vía rápida de “los hombres de kissinger”, en España, digo, surge una clase política que se erige en dueña y señora de esencias y verdades fuera de las cuales no hay vida. Pero sí “vidilla”.

 

Durante décadas, desde el minuto uno de la transición democrática –que no antes, por más que se pongan como se pongan los que pasan de la historia porque esta sea jodona– y eso por ser la corrupción o “vidilla” consuetudinaria de o a la propia democracia, según tienen afirmado sesudos pensadores demócratas de toda la vida, y que es un mal menor –dicen estos–, desde el minuto uno entran en juego laicas simonías ucedaicas, seguidas pronto por el asalto socialista hasta a la más mínima hebra del poder, con sus expropiaciones y amigables repartos de empresas e influencias, que si hablara la pirámide esa del paseo de la castellana de madrid temblaría el misterio de los no sé cuántos cientos de años de honradez, para seguir con el mamoneo nacionalista del tres o del tres mil por ciento, con el pozal popular enfangado hasta las axilas y, entre medias, correteando por los vericuetos de la administración y del poder gentecillas de segunda, tercera y cuarta fila durante años prevaricando, malversando, conspirando, no ya con sus decisiones apañadas solamente y el ultraje de los fondos ajenos no, sino volcando sus miserias de filias y de fobias tejiendo con tela de araña metálica y con límites de filos de cuchillas melillenses el camino sin retorno de sus propias y largas vidas.

 

Pero ¡oh milagro! El ciudadano español no da crédito a lo que últimamente ven sus ojos: van saliendo los muertos del armario, que algunos hasta huelen, y la esperanza ya perdida de que el crimen pueda tener su castigo fuera de la asombrosa obra de don Fiodor, dándole pescozones a Raskólnikov, renace como las ganas de comer después de un prolongado ayuno.

Habrá que esperar sentado. A ver qué pasa.

 

 

Juan Manuel Martínez Valdueza

4 de febrero de 2017

 

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