El director de cine Antonio Mercero nos estremeció hace medio siglo con un trabajo para la televisión, la única de España, que dio lugar a multitud de interpretaciones sobre el mensaje pretendido en historia tan asfixiante. El actor José Luis López Vázquez, paradigma en los costumbrismos del español medio de la época, queda atrapado en el angosto interior de una cabina telefónica de la calle. A partir de ahí, se encadenan una serie de sucesos que llevaron a elucubraciones de lo más variopinto..
La cascada de emociones de los telespectadores convirtió la parábola televisiva en una obra de culto que, cincuenta años después, sigue arrojando metáforas sobre el encapsulamiento del hombre en espacios claustrofóbicos. Hechuras bien traídas para la individualidad y simbología del egoísmo connatural a nuestra condición.
La cabina era el título de aquel guión premiado en festivales internacionales de televisión. Esos receptáculos han desaparecido de las vías públicas de las ciudades españolas. No es que fuesen un prodigio de urbanismo revolucionario, pero eran siempre agradecidas ante la necesidad de una llamada telefónica urgente, estando en el limbo como estaba, la horda invasiva de la telefonía móvil.
Las cabinas callejeras sólo concedían un breve rato de intercomunicación. La entrada, contante y sonante, de monedas por su ranura obligaba a una charla de pocos minutos. Era vara de medir dinero y tiempo. Hace diez lustros, tenían otras dimensiones, en prioridades y angustias, en nuestro caletre.
El mundo estaba todavía a la espera del acelerón disfuncional de los tiempos y costes de la telefonía de consumo, a resguardo en el progreso tecnológico como eufemismo. Desde esas cabinas podía verse un entorno de horizontes limitados, pero en giro completo de 360 grados. La telefonía inteligente actual es el elogio de la ceguera (con permiso de Saramago), de la palabrería hueca e inacabable al socaire de las tarifas planas, de la voz en alto de intimidades, del hurto del tiempo libre mecido en la nada del aburrimiento. Al Mercero de turno pido la recreación de esta moderna cabina, o mazmorra, sin paredes ni cristales.
Bonita, acertada, ilusionante, la idea de convertir en Astorga los vestigios de aquellas cabinas de hace cinco décadas, en depósitos para la libre circulación de libros, del saber de mano en mano, sin ataduras. La cultura tradicional retroalimentándose y ofreciendo alternativas frente a la soberbia del imperio del algoritmo. A Antonio Mercero le habría encantado.
ÁNGEL ALONSO