Blanquita

E.F.A.

Se fue con el silencio de las personas que hacen de la discreción en vida un arte. Blanca Gavela fue mujer de periodista, condición que imprime carácter. Convivió con los tributos anárquicos inherentes a ella, y ella deslindó territorios laborales y sociales como gran matriarca de clan familiar. Desplegó señorío y simpatía incesantes. Astorga fue testigo de la humanidad de esta mujer expresada en una proximidad  que conquistaba con la fuerza irresistible de una sonrisa franca, de una palabra  justa y de una claridad de ojos que semejaba firmamentos. Fue la identidad  en diminutivo de Blanquita, la que señala los mojones vitales del afecto, del respeto y de la admiración. De casta familiar y consorte le venía a este galgo.

Blanca y Alberto (Delgado), una más de las parejas que en Astorga solo son comprensibles desde la unicidad;  Pepín y Marina;  Ángel y Pía (mis padres) fueron otros ejemplos, a fuerza de resultar inconcebible, a la vista y al sentimiento, el uno sin el otro. Hoy, las tres, están seccionadas por los designios crueles, pero inapelables de la parca. Me pregunto, quizá por mi género masculino, y la abrumadora y desnortada soledad cuando nos falta ella, por qué si la unión se sacraliza en pareja, la separación no sigue el mismo protocolo en casos como éstos que son vidas fundidas en una sola. El interrogante me sigue a todas partes, ahora que estoy a dos tiros de la setentena, y ella se va antes que yo.

Blanquita hizo de Alberto un astorgano militante, con fe de converso. Fue el alma, corazón y vida de un hombre intrínsecamente bueno, al que no he dejado de admirar como lo hace un discípulo con el maestro. Transmitieron en feliz herencia  el  patrimonio de su bonhomía a una prole de tres hijos y no acierto a contar nietos. Era fácil verlos en el Jardín con el revoltijo familiar, a modo de pandilla, entre cervezas, refrescos, patatas fritas y aceitunas. Dibujaban uno de esos frescos astorganos que quedan para siempre en la memoria de quienes tuvimos la fortuna de tratarlos.

Blanquita es ahora un estupendo recuerdo de mi vida. Me queda la realidad incompleta de Alberto. Pero ahí estaré. Le pararé o me parará por las calles fáciles para el encuentro de Astorga, o las difíciles, quien sabe, de Madrid, y haré como siempre, remolonearé en pos de una conversación larga, porque escuchar a este hombre, más  que una lección de periodismo, oficio que compartimos, es una soberbia magistratura de vida en una memoria prodigiosa, en la que quedará para siempre la leal compañera en lo bueno y en lo malo.

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