Hay bares… y también Iglesia

La vida en los pueblos mineros, por lo menos en el mío, siempre ha girado en torno a dos elementos
aparentemente contradictorios entre sí, tal como podrían ser la cara y la cruz, el ying y el yang, el
blanco y el negro o los Capuletto y los Montesco, aunque si rascamos un poco podríamos darnos
cuenta de la estrecha relación que une a todo lo que, a primera vista, resulta contradictorio. A estas
alturas de la vida ya todos, o casi todos, sabemos que no hay día sin noche, luna sin sol o muerte sin
vida. Que la cara y la cruz son parte de una misma moneda y que la dualidad no es más que una
visión ilusoria que tenemos de la realidad.

En mi pueblo, el primero o el último de Laciana según por donde se venga, dos elementos
principales eran los que aglutinaban su vida social: la mitad del pueblo iba a la iglesia y la otra
mitad, a los bares. Por lo menos así era antes de que el cierzo de la crisis asolara esos valles
prósperos y los convirtiera en verdes eriales cuasi despoblados. Hoy día podría decirse que de la
población que se ha quedado, la mitad va a los bares, un cuarto va a la iglesia, y el otro cuarto sólo
sale de casa para ir a comprar o a pasear.

Aún hoy recuerdo cómo desde la ventana de mi cocina veía pasar toda una procesión de vestidos de
domingo, de madres con sus hijos bien peinados a raya y de padres mineros de camisa planchada,
pantalones de pinza y cazadora de cuero, caminando desganados hacia el pórtico de la iglesia, en el
cual se quedaban fumando y charlando mientras sus mujeres e hijos asistían al santo oficio. Eran
buenos tiempos. Sí. Sin duda lo eran. Había trabajo, había dinero, el monte estaba negro y el pueblo
feliz. Y nosotros, los niños, el futuro de nuestros padres, disfrutábamos jugando y comprando
chicles de peseta camino del vermú. Así era. Después de la misa…los bares. Y entonces la mitad del
pueblo se encontraba con la otra mitad y el domingo verdaderamente se convertía en el día del
Señor, y la vida bullía en comentarios amables en voz alta y maliciosas observaciones en voz baja,
produciéndose una maravillosa retro alimentación entre loas y críticas, entre iglesia y bares, que
explotaba en el cielo minero de Laciana y engullía al pueblo y a sus habitantes en un estallido vital
tan potente que, nosotros, los pequeños, el futuro de nuestros padres, no concebíamos nuestra vida
fuera de aquel pueblo de tejados infinitos.

Hoy día ya no se oyen gritos, sólo quedan la silenciosa queja de las paredes desconchadas en las
viejas casas, cayendo trozo a trozo, recuerdo a recuerdo, en la vieja negrura del olvido. Y los
infantes y las infantas, aquella savia fresca que inundaba las calles con la vitalidad de un río
caudaloso, venimos siendo ya adultos, con ojos cansados y ojeras en el alma, algunos con sus hijos
y otros con sus recuerdos, y nos sentamos, cada uno en la casa de la cocina que da a la calle, y
miramos, miramos a la montaña verde y sonreímos, algunos sonreímos sentados esperando a que la
negrura del olvido borre nuestras huellas para siempre.

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