Muchos de ustedes recordarán todavía aquellas excursiones que, hace años se organizaban desde Astorga a Chaves y que se anunciaban con pequeños carteles en los escaparates de algunos establecimientos de la ciudad. Siempre había una excursión próxima porque para las astorganas como para las demás leonesas ésta era una propuesta viajera muy atractiva.
Y lo era porque además de sus indiscutibles recursos turísticos y patrimoniales, esta ciudad de fundación romana, como Astorga, presentaba como valor añadido el de las compras. En aquellos años, en varias calles de Chaves existían comercios en los que se podían adquirir, a precios mas bajos que los nacionales, desde sábanas o toallas hasta cerámica de Macao u objetos de decoración dudoso gusto, pero de vistosa apariencia.
El regreso a Astorga y, sobre todo, la descarga de los autobuses después de esos viajes lusos siempre presentaba la misma imagen: viajeros con grandes bolsas de plástico, caras con huellas evidentes de cansancio, que el madrugón había sido de aúpa, y los últimos comentarios sobre las magníficas oportunidades encontradas por las compradoras más avispadas o más conocedoras del territorio comercial, que aquí también había categorías.
Todo esto que ahora recuerdo pertenece a la memoria (no a la histórica, sino a la personal, que tampoco es cosa de meterme en camisa de once varas). Evidentemente, hoy las toallas ya no son, no pueden ser, la razón fundamental para ir a Chaves porque para eso tenemos en Astorga una oferta toallera suficiente y competitiva.
Pero por si alguno sigue teniendo añoranza de esta ciudad portuguesa, termal, romana y medieval me voy a permitir formular una sugerencia que le puede servir a cualquier astorgano para justificar suficientemente este desplazamiento de tres horas escasas de duración en coche, digamos, desde la plaza de Santocildes, por señalar un lugar conocido de nuestra geografía urbana.
Como la propuesta es gastronómica, vaya por delante mi recomendación de realizar un pequeño recorrido por la Acquae Flaviae antes de sentarnos a la mesa en un restaurante, que es absolutamente distinto a todos. Ese recorrido tiene que incorporar un paseo reposado por el casco viejo y alguno de sus rincones más pintorescos; también una visita al castillo y a los dos palacios que se encuentran muy cerca de él, y finalmente una parada en el puente romano sobre el río Támega, que en estos días de otoño resulta especialmente evocador.
El recorrido , -aquí esta mi propuesta- deberá finalizar en el restaurante Pensao Flavia, que es pequeño, acogedor y marinero. Una vez que el comensal ocupe su mesa podrá contemplar como, sin abrir la boca o consultar alguna carta al uso, los camareros empezarán a depositar en la mesa pequeñas sartenes con gran variedad de entrantes fríos y calientes: mejillones, alubiones, tomate con mozzarela, garbanzos con pernil, gambas, huevos revueltos con setas… así hasta diez platos diferentes y que varían según la temporada.
Después de este desfile de platos y camareros, aparecerá el cocinero con su sonrisa, su simpatía y su pañuelo pirata para preguntar al comensal si quiere finalizar la comida con carne o pescado, que casi siempre es el inevitable bacalao dorado. Y no valen disculpas por razones de hartura o de ausencia de hambres a esa altura de la comida, porque ésta siempre deberá finalizar, como insiste el chef, con la carne o el pescado.
Pero la mayor sorpresa llegará después de los postres cuando el comensal pida la nota y, en su lugar, le traigan un pequeño pote con la indicación de que deje en él la cantidad de euros que estime oportuno. O ningún euro si se considera defraudado. Ni Sergio, que así se llama el cocinero-propietario del restaurante, ni ningún camarero estará cerca para fiscalizar y/o reprobar la decisión final del comensal.
Y por estas singularidades no fueran suficientes hay que anotar otra muy importante como es el buen ambiente que espontáneamente se genera durante la comida entre todos los clientes del local, sobre todo cuando una joven cantante o el propio Sergio se pone a cantar, acompañado de una guitarra y de su mejor sentimiento de hospitalidad.
Por cierto, a Sergio, que ha recorrido varias veces el Camino De Santiago, le gusta mucho hablar de su paso por Astorga y de los restaurantes de Rabanal del Camino, que si tienen carta y precio.
Ya digo, éste puede ser un buen motivo para viajar a Chavez, al margen de las toallas y los paños de cocina.
Ángel María Fidalgo