En esta existencia que nos ha tocado vivir la muerte es inevitable compañera que, tarde o temprano,
se cruza en nuestro camino, nos coge de la mano y caminamos con ella hacia no se sabe qué
misterioso lugar en el que unos dicen que no hay nada, otros el cielo o el valhalla, y otros, los
menos aunque van en aumento, la entrada a otros estados de conciencia que, por lo tanto, llevan a
nuevas formas de existencia que aquí, en la tierra, no podríamos ni imaginar. La cuestión es que la
muerte llega, a veces avisando, a veces sin avisar, a veces de forma sosegada y tranquila y otras con
inusitada violencia y ferocidad. A veces se nos lleva con la vida ya vivida, y otras veces se nos lleva
cuando recién la empezamos a disfrutar.
Hoy quiero hablar de uno de esos casos trágicos que explotan de repente en la remota tranquilidad
de las montañas, en sus pueblos recónditos, en el mío o en el tuyo, donde todo el mundo conoce a
todo el mundo y es más difícil esconder las miserias y las alegrías, los amores prohibidos y las
envidias, donde los bajos instintos, cuando se desatan, lo hacen incontrolables y fieros como el
viento frío que te corta la cara en las mañanas de invierno.
Hoy voy a hablar de Sheila.
Se preguntarán porque escribo sobre ella, alguien a quien no conocía, aunque sí a parte de su
familia, y con la que nunca había mantenido ninguna conversación. Lo hago para recordar, para que
siga presente, para que este pequeño homenaje que pretenden ser estas humildes letras de esta
pequeña columna en este modesto periódico digital, sean como un puente de colores por el que su
luz, su potente y cegadora luz, se deslice hasta llegar a los castigados corazones de aquellas y
aquellos que la amaron tanto en vida y la recuerdan tanto en muerte.
Hay una vieja historia, tan vieja que sólo la recuerdan los ancianos más ancianos, que cuenta que la
muerte no soporta que en la tierra haya ángeles que brillen más que el filo de su guadaña y que por
eso se los lleva de forma prematura, sin darles tiempo a que iluminen las umbrosas tierras de este
loco mundo que ella pretende gobernar. Se los lleva así, como se la llevó a ella, de forma cruel y a
escondidas, avergonzada de saber que en este mundo lo que más brilla es la vida. Esa misma
historia cuenta que se los lleva de esa forma para hacer que la negrura de la pena invada los
corazones que llevan la misma sangre que la del ángel caído, haciendo así que los otros ángeles, su
familia, se olviden de brillar con sus corazones y que, por tanto, el mundo se haga un poquito más
oscuro. Quizás sólo sea una historia casi olvidada en la longeva mente de quien ha vivido más de lo
que pueda recordar o quizás me la haya inventado, no lo sé, eso lo sabe mejor Sheila que está allá
arriba con sus alas desplegadas iluminando al mundo.
Ya han pasado 14 años, 14 años clamando justicia aquí en la tierra y brillando su luz allá arriba en el
cielo. La gente pide justicia para que pueda descansar. Yo también pido justicia, sobre todo para que
su familia pueda descansar y, aunque sea de poquito a poco, empiecen a recordar cómo hacer a su
corazón brillar. Yo sé, o creo saber, que ella descansa allá arriba, sentada a la derecha de dios Padre
y de la diosa Madre, poniendo un ojo en Degaña y el otro en el mundo entero, abriendo su divino
corazón de luz e iluminando con él los erráticos pasos que damos en la tierra, y como ella y a su
lado, todas las Sheilas, Dianas y Martas del mundo, todos aquellos seres que brillaban tan fuerte y
tan alto que hasta la misma muerte deseaba ser la vida, su vida, y por eso se las llevó tan pronto…
Poco más puedo decir, Sheila, poco más puedo hacer. Sólo he pretendido, desde mi humilde rincón,
aportar mi granito de arena a tu recuerdo y quizás, sólo quizás, procurar, aunque sólo sea un poco,
algo de alivio a todas aquellas almas rotas por tu partida en aquella mañana fría de un 25 de Enero.
Descansa en paz mi niña, descansa en paz.