Ángel González, el gran poeta ovetense nacido en 1925, se quedó sin padre a los dieciocho meses, y años después perdió a su hermano en la guerra. Con ese inmenso dolor, la vida aún le trajo una nueva desgracia: enfermó de tuberculosis en 1943. Y esa circunstancia fue la que le trajo al Bierzo, donde vino a curarse. Concretamente, a Páramo del Sil, en la zona alta de la comarca.
En Páramo pasó tres años Ángel González. ¿Cómo sería su vida en aquel Páramo ya minero entonces, y aún tan rural? Una casa, unas señoras que le cuidarían, supongo. Y sus paseos hasta la estación, que él recordaría siempre. Bajar y luego subir la larga cuesta. En la farmacia de la estación de Páramo, Ángel González charlaba con la boticaria. Y por allí pasaba el tren mixto, con sus hombres del prado y la mina, y con sus revisores que parecían sacados de un cuadro de Rousseau, el Aduanero.
Páramo, la estación, un hombre joven y lírico. Pobre y observador. Y jovial. Un hombre que empezó a leer versos allí, en la larga y tediosa convalecencia, y a escribirlos. Páramo, sin asfalto, con aquellas tiendas que poco después mi padre recorrería, como viajante de comercio. Como viajante de sí mismo. Igual que Ángel González.
Luego curó el poeta, volvió a Asturias con su madre viuda, con aquel dolor. Ángel había estudiado casi toda la carrera de derecho por libre, también desde Páramo. La terminó en Oviedo y luego se hizo funcionario del ministerio de Obras Públicas. Destinado en Madrid, vivía muy cerca de su oficina. Yo hice la mili al otro lado de la calle. Y veía por allí, muchas veces, a Ángel González. Era 1980. Tomábamos el café en el mismo bar, cada uno con su periódico, que era el mismo, pero yo nunca me atreví a saludarle. Luego le veía pagar y salir para el ministerio, al otro lado de la plaza de San Juan de la Cruz.
Cuando se jubiló, y durante varios años, Ángel iba y venía a Nuevo México. Daba clases al otro lado del Atlántico. Y seguía trabajando en su obra breve e intensa. Emocionante y precisa. Poeta social al principio, luego tentó otras formas. Y siempre fue un hombre afable, libre, de izquierdas. De la amistad y de la memoria de su Oviedo raigal, al que volvía siempre.
Tuvo amores, se casó de mayor, amaba la noche para hablar con los amigos, al amparo de una copa. Tuvo muchos premios, todo el mundo le quería.
Ángel González no era berciano, pero lo fue por tres años decisivos de su vida. Aquí empezó escribir aquel Ángel joven y enfermo; tan sano luego durante décadas. Yo le vi por última vez en Barajas, en el 2002. Parecía uno de esos tíos mayores de mi familia. Un hombre bueno de Asturias y del mundo. Con su barba y su melancolía.
CÉSAR GAVELA
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