Alfredo Di Stéfano

En los años sesenta, cuando yo era niño, los equipos de fútbol de primera división viajaban en tren. Solo usaban el avión para visitar al Real Mallorca o a la Unión Deportiva Las Palmas. O al Tenerife, que estuvo un año en primera en aquel tiempo. Solo un año en su estadio de nombre humilde, el Heliodoro Rodríguez López.

El Real Madrid viajaba en coche cama a La Coruña o a Vigo. Y en ese equipo jugaba el futbolista que más me gustaba, a mí y a casi todos los niños del orbe, con permiso del brasileño Pelé. Me refiero, claro, a Alfredo Di Stefano. El jugador argentino era una especie de dios para todos los chavales de Occidente. Si Pelé era el rey, su juventud lo ponía un poco entre paréntesis. Pero Di Stéfano, ya treintañero aunque por poco, era un mito. Era la repanocha. A mí entonces lo que más me habría gustado del mundo era vivir en Madrid y poder ver a Di Stefano en el Bernabéu. No era muy original en mi propósito, cierto. Pero la realidad es que vivía en Ponferrada y que tenía que conformarme con ver a otros jugadores, por otra parte también admirados por mí. Ídolos que yo descubría por los bares, por las calles, y a los que contemplaba con gran devoción: Echevarría, Escalza, Luque, Jaime, Blanco, Enrique, Vizoso, Tonino, Vela… La lista sería inagotable, y lo bueno es que en ella estaba Escobar, el más técnico de todos, y además hermano de mi tía Carmina.

Pero Di Stefano, claro, era otra cosa. Era un sueño. Era un cuento. Era más que un mito. Ya uno temblaba un poco al ver su nombre en el periódico, incluso al pronunciarlo. No digamos si en las colecciones de cromos de futbolistas, en cuya compra me gastaba toda mi austera paga de niño, aparecía la estampa de Di Stefano. Cuando eso me pasó me puse a saltar y fui trotando desde el colegio hasta mi casa, cosa de diez minutos, como un pequeño canguro enloquecido.

Yo quería ver a Di Stéfano. No era posible en el estadio, me tenía que conformar con la televisión. Pero era un tiempo, hacia 1962, en que casi nadie la tenía en casa. Yo iba al viejo Club de Tenis a ver el fútbol en directo. Y allí admiraba a un Di Stéfano siempre luchador, imprevisible, goleador, genial. Poco importaba que la imagen fuera muchas veces borrosa: contaban que la técnica no era capaz de pasar el puerto de Manzanal.

Un día hice mis cálculos. El Real Madrid jugaba el domingo siguiente en el campo de Riazor, en La Coruña. Fui a la estación de la Renfe y me enteré del paso del tren nocturno que iba desde La Coruña a Madrid, dando por hecho que el viaje sería por vía férrea. Entre otras razones porque aún no se había inaugurado el aeropuerto de Santiago de Compostela, y en cuanto al de la Coruña era poco más que un aeródromo. Real y Atlético de Madrid viajaban en autobús para las distancias razonables (Valencia, Zaragoza, Valladolid…) y en tren para las más alejadas, que eran casi todas las demás.

Miré el horario y allí estaba yo, como un clavo feliz, en la estación de Ponferrada, esperando la llegada del tren correo que venía desde Galicia. Aparecía en la ciudad sobre las nueve de la noche. Una hora en la que, arriesgando un enfado de mis padres, aún podía estar fuera de casa. En cuanto al convoy de la ida, no era viable para mí porque pasaba por la ciudad en la alta madrugada.

Vi a lo lejos las luces del tren. La locomotora aún era de vapor. Una inmensa Santa Fe, cuyas ruedas eran mucho más altas que un hombre alto, no digamos que un niño. Una vez el tren fue iniciando su parada, me dispuse a tantear mi gran objetivo: localizar el vagón restaurante. Un coche que yo conocía bien porque solía ir de cuando en cuando a la estación, que estaba muy cerca de mi casa, por el puro y humilde placer de ver el enorme tren y a la gente rica que cenaba en aquel vagón, bien iluminado, y muy a la vista de los que estábamos en el andén.

Por fin se detuvo el expreso. En medio de las gigantescas bocanadas de vapor de la locomotora Santa Fe, corrí hacia el coche restaurante. Y allí comenzó a palpitar mi corazón como si fuera a estallar de dicha, de gloria, de césped del Bernabéu, de copas de Europa y de alegría desatada, y eso a pesar que yo no era forofo del Real Madrid, que solo he sido y soy fiel a la Deportiva. Emoción inmensa, sí, pero también la convicción, desde mi pesimismo melancólico, ya presente en mi infancia, de que lo más probable era que yo no pudiera ver en el vagón-restaurante a Di Stefano. No iba a tener tanta suerte. Pero al menos sí sentía la turbación de saber que él iba en ese tren, y que yo estaba a unos metros del mejor jugador del mundo. En Ponferrada. En mi ciudad.

Pero bien cierto es que a veces los astros se alinean del mejor modo posible. Del único mágico. Y después de creer, en mi rauda exploración desde el andén, que Di Stefano no estaría en el vagón-restaurante, cuando llegué a la altura de sus luces, quiso la diosa fortuna del fútbol y de la vida, que viera una mesa, al fondo, junto al ventanal más cercano al andén, al gran futbolista. ¡Era él…! Me quedé sin habla, sin respiración, sin Bierzo, sin mundo, sin fe, sin nada. Era él. Era Alfredo Di Stefano, el de los cromos. Y por si eso fuera poco, en su mesa distinguí, vestidos de traje, lo que me resultó algo raro, a Ferenc Puskas y a Francisco Gento. También creo que estaba el cántabro Pachín. Y recuerdo que Gento le sirvió un poco de vino a Puskas. La descarga de emoción que sufrí en aquellos minutos, muy pocos pero para mí eternos, fue tan fuerte que estuve a punto de electrocutarme de alegría. Y si eso no sucedió fue porque al poco sonó la bocina de la locomotora, que tenía algo de sirena de barco y de tristeza, y el tren correo partió de la estación de Ponferrada, camino de la meseta del Duero, como un gigantesco paquidermo de hierro, madera y fútbol. Una interminable carroza metálica de sueños ardientes y universales, en la que viajaba Alfredo Di Stefano, al que yo le había saludado, convencido de que no se daría cuenta, en su cena de paz sobre los raíles, pero sí que se dio, casi cuando estaba a punto de salirse de mi campo de visión. Un Di Stefano que me correspondió sonriendo. Fue entonces cuando sentí que había llegado a lo más alto del paraíso, donde solo moran los apóstoles y los mejores deportistas de la tierra.

CÉSAR GAVELA