Vive en Ponferrada una mujer que nació durante la república. Una mujer que era una niña pequeña cuando se hicieron aquellas fotos que casi todos conocemos. Esas imágenes de Ponferrada con siete mil habitantes: una ciudadela acurrucada alrededor de la basílica y el castillo, alejada del campo gris del barrio de la Puebla, y situada al poniente de ese campo, la estación ferroviaria de vía estrecha de la MSP. Frente a los trenes estaban las oficinas, donde de vez en cuando venían desde Madrid unos señores de traje negro que después de ver las cuentas de la empresa, iban caminando por la ciudad de suelo de pavés para ir a comer a la plaza de los Mesones. Plaza que entonces era un cruce de caminos con un café en cada esquina: el Moderno, el Caballero, el Central y el Edesa, y que hoy lleva el nombre del ingeniero que inventó la vida minera y siderúrgica de la ciudad.
Vive en Ponferrada una mujer que pasó la niñez bajo el dolor y el fuego de la guerra civil, que fue adolescente en la cruel postguerra, y joven en los años de la Ciudad del Dólar. En aquella urbe de tabernas y prisas, de soldados al principio, de ingenieros al final; de piscinas y prostíbulos y de falangistas gordos sudando bajo sus gruesas y circenses chaquetas blancas detrás de la imagen de la Morenica, puro Fellini del interior noroeste.
Vive en Ponferrada una mujer que atravesó en silencio y como una pluma los años estrepitosos del desarrollo: la ciudad de las chicas presumidas, de las chicas que se marchaban lejos y de las chicas pobres que cogían puntos a las medias. De los curas rebeldes y de los industriales pueblerinos. De los poetas oficinistas y los viajantes de comercio. Vive en Ponferrada una mujer que pasó su vida bajo la lluvia de tantos inviernos. Entre la bruma de los años que fueron convirtiendo la ciudad de su infancia en un burgo mejorado que ahora se pone la gomina de los constructores y la corona de las muchas rotondas vistosas y todo envuelto en el celofán sagrado del ruido del agua.
Vive en Ponferrada esta mujer silenciosa, que no se casó ni quiso, que no se fue de la ciudad pese a lo que le aconsejaban sus pocas amigas. Una mujer que sintió que su ciudad y su comarca y sus ríos y montañas, le ofrecían todo cuanto ella pudiera necesitar. Porque su único objetivo en la vida era mirar el mundo desde el Bierzo. Y descubrirlo nuevo y diferente cada tarde, cuando salía de dar clase en su colegio de Cuatro Vientos. Aunque esta idea nunca la entendieron sus compañeras. Y es que Alba, que lleva jubilada veinte años de paseos y lecturas, siempre tuvo muy claros sus deseos, sus búsquedas, su dulce sosiego. Esta misma tarde, pese a sus 88 años, acaba de venir de dar un paseo por las riberas del Sil, recordando su infancia, y no esperando nada de la vida. Ese tiempo ya pasó. O tal vez no.
CÉSAR GAVELA