Los atentados de París del pasado 13 de noviembre han dejado, además de una lamentable lista de fallecidos y heridos y de afirmaciones que se aproximan a la xenofobia que tanto decimos denostar, no pocos interrogantes sobre el origen y las causas de una guerra que se ha metido en nuestras casas y ciudades sin que sepamos los motivos de semejante atrocidad.
No hay una sola bala ni un solo instante de lo ocurrido en París que tenga justificación, pero hace mucho que la historia nos enseñó que nada en ella ocurre por casualidad ni mala suerte. Y es hora de revisar el pasado para saber qué ocurre en el presente y qué es probable que suceda en el futuro.
Hace exactamente un siglo, en noviembre de 1915, dos individuos se reunieron en secreto con el fin de negociar el reparto del apetecible territorio de Oriente Próximo tras el final de la Gran Guerra, que aún estaba lejano y que depararía todavía innumerables matanzas en las trincheras europeas. Estos dos hombres eran el británico Mark Sykes, teniente coronel y miembro del partido conservador –quien afirmaba que los árabes “detestan a los europeos con bigotudo, estúpido e insensato desprecio”–, y el abogado y diplomático francés François Georges-Picot. Los dos habían recibido de sus respectivos gobiernos la misión de llegar a un acuerdo para cuando se produjera la derrota del imperio otomano, aliado en la contienda con Alemania y Austria-Hungría.
En aquel momento gobernaba en Londres el liberal Herbert H. Asquith, quien en 1908 había sustituido a Campbell-Bannerman, con un “gabinete de guerra” o de “unión nacional” en el que Edward Grey ocupaba el departamento de Asuntos Exteriores y Horatio H. Kitchener el de Guerra. En París, la presidencia de la Tercera República estaba a cargo del conservador Raymond Poincaré y René Viviani acababa de abandonar el puesto de primer ministro en favor de Aristide Briand, quien asumió también la cartera de Asuntos Exteriores y dejó la de Guerra para el general Joseph Simon Gallieni.
Al mismo tiempo, en el territorio otomano –donde desde 1909 reinaba el sultán Mehmed V– se libraba una guerra de guerrillas comandada por el coronel inglés Thomas E. Lawrence con el fin de provocar el levantamiento de las tribus árabes contra el poder imperial y colaborar con la victoria aliada a cambio de obtener después el control total de su territorio en forma de un estado árabe unificado o de una confederación de estados árabes. No era la primera vez que Lawrence pisaba suelo turco, pues sus estudios de arqueología le habían llevado unos años antes a recorrer Oriente Próximo con el fin de recoger material para su tesis sobre la arquitectura militar de las cruzadas (The influence of the Crusades on european military architecture) y desde el principio de la guerra se encontraba en El Cairo adscrito al departamento de Inteligencia Militar.
Sykes y Picot conocían perfectamente cuál era la situación social y militar en Oriente Próximo y cuáles eran los términos del acuerdo impulsado por Lawrence y sus superiores militares, pero no dudaron en emprender una política opuesta y sembraron con su pacto décadas de sangre que aún no han terminado.
De Constantinopla a Sarajevo
Habría que remontarse mucho tiempo atrás para comprender la importancia que tenía para Europa el imperio otomano, fundado a finales del siglo XIII por Osmán I, patriarca de la dinastía osmanlí, pero en la historia del mundo hay un lugar y una fecha que separan los tiempos medievales de los modernos y que determinaron buena parte de la historia continental hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial: Constantinopla, 1453, cuando las tropas del sultán Mehmed II entraron en la capital del imperio romano de Oriente y obligaron a portugueses y castellanos a buscar a través del océano una nueva forma de llegar a China y la India sin atravesar la Sublime Puerta.
Más de cuatrocientos años de enfrentamientos en territorio balcánico, numerosas guerras y tratados con rusos, franceses, ingleses y austro-húngaros, varios estados conquistados a lo largo de la historia e intereses comerciales y geoestratégicos de primer orden no podían permitir que las potencias aliadas dejaran escapar el destino de un imperio que tras las guerras balcánicas de 1912-1913 todavía abarcaba desde Adrianópolis hasta Basora y Bagdad, al este, y hasta la Meca y Medina, al oeste, que controlaba la costa meridional del mar Negro y la oriental del Mediterráneo y que vigilaba los estrechos del Bósforo y los Dardanelos.
El imperio otomano había sobrevivido al Sacro Imperio y a diversas alianzas pontificias y dinásticas, había resistido todos los intentos del imperio austro-húngaro y del imperio ruso por enterrarlo y había sobrevivido a sí mismo, pues la sucesión de sultanes durante más de seis siglos había sido casi siempre traumática y los problemas internos relacionados con la religión y la administración de su vasto territorio habían dificultado su lenta modernización. Sin embargo, una guerra que en poco tiempo adquiriría dimensiones mundiales y dos negociadores secretos acabarían en menos de dos años no solo con el imperio de la dinastía osmanlí, sino con las esperanzas de los diferentes pueblos y creencias que lo habitaban.
El gobierno de Mehmed V había llegado a 1914 con una importante reducción de su territorio balcánico y con serias amenazas sobre el asiático, pues la aplicación de las resoluciones del Congreso de Berlín de 1878, las guerras balcánicas y el empeño ruso de obtener por todos los medios una salida al Mediterráneo a través de los estrechos no hacían sino debilitar su estructura imperial y su propio poder personal. Al mismo tiempo, Alemania y Austria-Hungría, por un lado, y Francia e Inglaterra, por otro, temían que en Oriente Próximo los osmanlíes fueran sustituidos por los Romanov. Y esa era una circunstancia que ninguna potencia estaba dispuesta a admitir.
Los principales gobiernos europeos tampoco imaginaban en qué podía desembocar el complejo sistema de alianzas que habían tejido durante los años anteriores, así que cuando en la mañana del 28 de junio de 1914 llegaron a todas las cancillerías los ecos de los disparos de Gavrilo Princip sobre el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo en Sarajevo algunos pensaron que se abría una nueva posibilidad de poner orden en un continente que, en realidad, jamás había estado ordenado.
Princip era un nacionalista serbio perteneciente a Mlada Bosna (Joven Bosnia), la organización que había denunciado la ilegitimidad de la anexión de Bosnia-Herzegovina por parte del imperio austro-húngaro llevada a cabo en 1908, de modo que los Habsburgo no dudaron en señalar a Serbia como la única responsable del atentado e inmediatamente redactaron la declaración de guerra. Serbia dejó claro que no pensaba renunciar a su paneslavismo, es decir, la unión de todos los territorios balcánicos en torno a Belgrado. Y Rusia advirtió a Austria-Hungría de que no toleraría su intromisión en un país aliado.
El gobierno del emperador Francisco José, presidido en Austria por Karl von Stürgkh y en Hungría por Istvan Tisza, declaró la guerra a Serbia el 28 de julio con el fin de mantener la integridad de su territorio y anexionarse los de Serbia y Montenegro, rectificar sus fronteras con Italia y Rumanía y eliminar la influencia rusa en el área balcánica y en la de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos. Como el gobierno austro-húngaro sabía muy bien, su iniciativa podía suponer la declaración de guerra por parte de Rusia, con lo que Alemania declararía la guerra a Rusia y Francia se la declararía a Alemania. Así estaba previsto en los acuerdos que habían dado lugar a la creación de la Triple Alianza, firmada en 1882 por Alemania, Italia y Austria-Hungría, y a la formación de la Triple Entente, constituida en 1907 por Francia, Reino Unido y Rusia. Nada se había dejado al azar, por lo que Grey afirmó con razón unos días después: “Las luces de Europa se están apagando; no las veremos encendidas jamás”.
El sistema de alianzas se puso en marcha, Rusia declaró la guerra a Austria-Hungría, pues sabía que sus objetivos estratégicos en los estrechos solo podrían obtenerse mediante un conflicto armado, y el káiser Guillermo II declaró la guerra al zar Nicolás II, ya que deseaba acabar con el movimiento eslavista en el imperio austro-húngaro, detener la expansión rusa y liquidar la hegemonía económica y colonial de Francia e Inglaterra, que para el 4 de agosto ya habían entrado en guerra contra Alemania.
Por su parte, Mehmed V se adhirió pronto a la Triple Alianza, ya que era su única posibilidad de salvaguardar sus intereses en los Balcanes y de protegerse del expansionismo ruso en los estrechos, pero intentó al mismo tiempo pactar con Rusia su apoyo frente a Alemania a cambio de la retrocesión de Tracia y las islas del Egeo. El gobierno ruso decidió esperar, pues se fiaba del sultán tan poco como de sus propios aliados. Y, en efecto, cuando el sultanato avistó desde su costa los buques de guerra alemanes, no dudó en ofrecerles su protección, lo que en la práctica fue entendido por Rusia como una abierta declaración de guerra, a la que Francia y Reino Unido se sumaron al día siguiente. El sultán miraba entonces hacia Moscú, pero en poco tiempo tendrá que girar la vista hacia Londres y París.
El gobierno del imperio otomano, controlado por el Ittihad ve Terakki Cemiyeti –Comité de Unión y Progreso, conocido como Jóvenes Turcos– declaró la guerra a la Triple Entente a mediados de noviembre de 1914 con la clara intención de recuperar los territorios europeos perdidos en el congreso de Berlín de 1878 y en las guerras balcánicas de 1912-1913, obtener la Armenia rusa, Egipto y Chipre, alejar el intervencionismo ruso-británico de Oriente Próximo, extenderse hasta Asia central a través del Cáucaso, establecer el panturanismo –unión de todos los pueblos otomanos bajo la supremacía de Turquía– y mantener la yihad, dictada por Mehmed V en su calidad de califa del islam. De este modo, seiscientos años de sultanato quedaron unidos al destino de las potencias centrales en la Gran Guerra.
Era la situación que Rusia, Francia y Reino Unido estaban esperando desde el inicio del conflicto, pues a partir de ese momento nada impediría intervenir en Oriente Próximo, deshacer el nudo que desde siglos antes estaba anclado en el Bósforo y conquistar los inmensos territorios que se extendían entre Constantinopla y Bagdad. Al fin y al cabo, el futuro botín de guerra a costa del sultán osmanlí era aún más interesante que lo que alemanes y austro-húngaros pudieran conquistar en los Balcanes.
Durante los primeros meses de 1915, Rusia intensificó la presión sobre sus socios de la Triple Entente para tomar el control de Constantinopla y los estrechos, pero el fracaso de la operación en los Dardanelos diseñada por el primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, obligó a Asquith a reconsiderar su estrategia y a pensar que en los despachos podía resolverse lo que sus acorazados no habían logrado. Sin embargo, el exterminio de los armenios cristianos establecidos en territorio otomano llevó al papa Benedicto XV a presionar también a los aliados para que derrotaran a los otomanos.
Para entonces, el gobierno de Asquith ya había establecido contacto con Husayn ibn Ali –jerife de la Meca y cabeza de la dinastía de los hachemíes– a través del comisario británico en El Cairo, Henry McMahon, con el fin de organizar la rebelión de las tribus árabes contra el gobierno del sultán a cambio de garantizar la protección ante cualquier intervención extranjera en su territorio y facilitar la creación de un estado árabe unificado. El jerife aceptó la difícil e insólita tarea de unir a todas las tribus árabes y exigió a cambio su reconocimiento como “rey de los árabes”.
El movimiento de la Triple Entente en Oriente Próximo fue respondido por la Triple Alianza con el ofrecimiento a Bulgaria, la gran perdedora de las guerras balcánicas, de la retrocesión de Macedonia y Dobrudja a cambio de su incorporación a la guerra, lo que permitiría a las potencias centrales crear el eje Berlín-Viena-Sofia-Constantinopla con el fin de desplazar sus tropas hacia Egipto y el canal de Suez. En septiembre de 1915, Bulgaria se sumó a la Triple Alianza.
Y a finales de octubre, los emisarios ingleses comunicaron a Husayn ibn Ali que aceptaban sus condiciones para iniciar la rebelión árabe, lo que significó una situación inédita en los territorios otomanos, pues hasta aquel momento era casi impensable que las diferentes tribus se unieran con un mismo objetivo y, menos aún, frente al poder absoluto que el sultán representaba. Pero Asquith y Poincaré tenían otros planes.
El pacto Sykes-Picot
Habíamos dejado a mister Sykes y monsieur Picot negociando el futuro de Oriente Próximo mientras italianos y austro-húngaros se enfrentaban por cuarta vez a orillas del río Isonzo y mientras la última acción de la caballería en una guerra moderna tenía lugar en la batalla de Champagne entre los ejércitos franceses y alemanes.
Respaldados sin fisuras por los gobiernos de sus países y avalados por los de Rusia e Italia –presididos por Iván Goremikin y Antonio Salandra, respectivamente–, todos ellos temerosos de que tras la liquidación del imperio otomano surgiera en la zona una gran potencia árabe que sirviera de ejemplo a sus colonias –y también, en el caso de Inglaterra y Francia, de que Rusia se apoderara de él–, los negociadores acordaron que Oriente Próximo quedaría dividido en cinco zonas políticas y económicas sin tener en cuenta su población, su etnia o su religión. Y olvidar estas tres cuestiones capitales será un error que durante los cien años siguientes pesará en todo el mundo occidental.
Así, se establecería una zona de control británico al este de Mesopotamia, en el actual Irak, con la inclusión de Bagdad y Basora y con salida al mar en el golfo Pérsico; una zona de control francés al norte de la actual Siria, con la inclusión de Beirut y el futuro Líbano y con salida marítima al Mediterráneo; un protectorado británico o zona de influencia en el sur de Irak y Transjordania; un protectorado francés en el norte de Irak y el resto de Siria, desde Mosul a Damasco, y una zona internacional situada en Cisjordania y Palestina, con Jerusalén como centro neurálgico, cuyo control quedaría encomendado a la ineficaz Sociedad de Naciones, antecedente de lo que hoy es la Organización de Naciones Unidas (ONU).
De modo que lo que hasta entonces había sido un territorio tribal quedó descuartizado gracias a los mapas, la escuadra y el cartabón de Sykes y Picot, que traicionaron al jerife de la Meca mientras se atusaban delicadamente los bigotes y que disolvieron el sueño de un estado árabe unificado entre pastas y tazas de té. En el plan anglo-francés apenas había lugar para Rusia, su aliado –si bien contemplaban concederle la zona turca de Armenia y el control de los Dardanelos–, y menos aún para los países balcánicos que durante siglos se habían enfrentado al poder otomano, pues a esas alturas de la guerra la euforia de 1914 se había transformado en una colección de mapas que dividían el mundo en dos partes bien diferenciadas: las potencias dominantes y los pueblos dominados.
El acuerdo fue firmado el 16 de mayo de 1916, mientras en Francia se libraba una de las más duras batallas que el mundo moderno recuerda: Verdún. Y para contentar a otro socio importante de la alianza, unos días después fue firmado el acuerdo de Saint-Jean-de-Maurienne con Italia, por el que esta obtenía también algunas concesiones territoriales otomanas. Paradójicamente, una vez terminada la contienda solo Turquía logrará quedar al margen de estas argucias diplomáticas, ya que a través del tratado de Lausana (1923) sabrá deshacerse muy pronto de las consecuencias de la derrota, alejarse del revisionismo e iniciar su propio camino hacia la independencia mediante la figura de Kemal Atatürk, artífice del actual estado turco.
Naturalmente, los términos del acuerdo anglo-francés se mantuvieron en secreto, pues su aplicación dependía de la derrota otomana y esta solo podía lograrse con la colaboración de las tribus árabes que el jerife de la Meca y el coronel Lawrence habían conseguido. Tres semanas después de la firma del tratado, las tropas anglo-árabes iniciaban la rebelión en el Hijaz con el ataque a Medina, que continuará en 1917 con la exitosa toma del golfo de Aqaba y la conquista de Gaza y Jerusalén, victorias en las que tuvo una participación decisiva la caballería británica dirigida por el mariscal Edmund Allenby. Entre tanto, y como se había anunciado, Husayn ibn Ali fue proclamado “rey de los árabes”, si bien Francia e Inglaterra solo le reconocieron como “rey del Hijaz”. Un matiz importante que encerraba una trampa de larga duración.
Damasco, 1918
Al escenario anglo-francés de alfombras y maderas nobles se sumó al año siguiente un nuevo personaje, el también británico y conservador Arthur James Balfour, que tras haber sido primer ministro en 1902-1905 se convirtió en secretario de Asuntos Exteriores en el “gabinete de guerra” formado por el liberal David Lloyd George en diciembre de 1916.
Y en virtud de este cargo declaró en noviembre de 1917 que Gran Bretaña favorecería “el establecimiento en Palestina de una patria nacional para el pueblo judío” –declaración a la que no fue ajena la poderosa familia de los Rothschild, de origen judeo-alemán, que había financiado al gobierno británico en la construcción del canal de Suez–, lo que era incompatible con el “compromiso McMahon” y con las promesas de panarabismo e independencia realizadas a Husayn ibn Ali y los representantes árabes de Hijaz y Nejd, pero ya era demasiado tarde: Estados Unidos se había incorporado a la guerra de la mano de Woodrow Wilson, Rusia se desligaría del conflicto tras el inicio de la revolución bolchevique y los aliados se encaminaban ya hacia la victoria sobre las potencias centrales.
Así que este trío de ases formado por Sykes, Picot y Balfour pasaría a la historia de la política y de la diplomacia como una banda de tahúres controlada por presidentes y primeros ministros y dispuesta a engañar a quienes les habían ayudado a derrotar a uno de sus principales enemigos, así como el causante de uno de los más importantes desastres del siglo XX. Y como bien sabemos, también del siglo XXI. El pueblo árabe no olvidará jamás que su futuro y su independencia fueron decididos a sus espaldas por las potencias occidentales y durante los cien años siguientes no perderá ocasión de recordarlo, unas veces de forma verbal y pacífica, y otras de modo bélico y violento.
La guerra continuó en Europa, Estados Unidos aprovechó el conflicto para poner su pie izquierdo en el continente –tendría que esperar hasta 1941 para colocar el derecho– y la Revolución de Octubre y el nuevo gobierno de Lenin liberaron a Rusia de cualquier compromiso anterior mediante el tratado de Brest-Litovsk. El 30 de octubre de 1918 los aliados y el imperio otomano firmaron el armisticio en el puerto griego de Mudros, por el que el viejo sultanato quedaba reducido a la península de Anatolia. Y el 11 de noviembre el ejército alemán capituló en París y puso fin a cuatro años de carnicería europea, si bien no fue más que una tregua que quedaría disuelta en 1939.
Pero cuando unas semanas antes entraron en Damasco las tropas anglo-árabes de Allenby y Lawrence y este fue informado de los términos exactos del acuerdo Sykes-Picot y de la declaración de Balfour, el coronel quedó convencido de que los pueblos árabes habían sido engañados en beneficio de las potencias occidentales y de que la ética nada tiene que ver con la política. Y así lo explicó a sus superiores antes de pedir el relevo al mariscal y regresar a Inglaterra. La película Lawrence de Arabia, dirigida por David Lean en 1962, es un relato fidedigno de las amplias diferencias que pueden existir entre la guerra de trincheras y la guerra de despachos, como cualquier lector interesado puede deducir del libro Los siete pilares de la sabiduría, escrito por el propio coronel.
La conferencia de paz
Las potencias vencedoras llegaron a la conferencia de paz de París, celebrada en 1919, con dos objetivos primordiales: la destrucción total de Alemania como potencia industrial y militar y la obtención de un suculento botín de guerra que compensara las penalidades sufridas durante la contienda. Y en los dos se equivocaron, pues si el primero encendió la mecha de la siguiente guerra mundial, el segundo generó un conflicto lento y duradero cuya sangre ocasionada aún mancha sus manos.
En el palacio de Versalles, la conferencia de San Remo y el tratado de Sèvres (1920) se materializaron los acuerdos secretos que tres años antes habían alcanzado Sykes y Picot: Reino Unido, representado por Lloyd George, añadió Mosul a su zurrón y creó el estado de Irak, mientras que Francia, representada por Georges Clemenceau, cedió un pequeño territorio de su porción y dejó establecidas las fronteras de Siria y del futuro Líbano.
Transjordania fue separada de Palestina y entregada a Abd Allah ibn Husayn, hijo de Husayn ibn Ali, primero como emir de Transjordania y finalmente como rey de Jordania. En cuanto a Siria e Irak, los británicos decidieron que era mejor dejar estos territorios en manos de un gobierno manejable y los entregaron a Faysal ibn Husayn, también hijo de Husayn ibn Ali y hermano, por tanto, del flamante emir de Transjordania. De modo que en 1920 los actuales estados de Siria, Irak y Jordania estaban en manos de los hachemíes, aunque muy poco después Francia reclamó el territorio sirio en virtud de los acuerdos de 1916 y Faysal se mantuvo únicamente como monarca iraquí.
¿Y Palestina? Gran Bretaña obtuvo el mandato pactado en el acuerdo Sykes-Picot y los árabes de Cisjordania contemplaron cómo las palabras de Balfour se hacían realidad al introducir en su propio territorio el destinado a la comunidad judía, que tras la Segunda Guerra Mundial adquiriría la forma de Estado de Israel. La comunidad árabe sufrió también sus propios desacuerdos internos tras la paz de París, pues la aplicación de la “declaración Balfour” fue posible mediante un pacto entre Chaim Weizmann, futuro presidente de la Organización Sionista, y Faysal ibn Husayn, que alejaba así a la comunidad judía de su propio territorio. Pero no parece necesario recordar que un siglo después el conflicto árabe-israelí continúa latente y que cada vez que una bomba cae sobre Gaza alguien recuerda los nombres de Sykes, Picot y Balfour.
A partir de entonces, los territorios que hoy conocemos como estados integrantes de Oriente Próximo –península arábiga, Siria, Jordania, Líbano, Turquía, Israel, Irak e Irán– vivieron sus propias vicisitudes políticas, étnicas y religiosas derivadas del control aliado, de su evolución estatal, del secular enfrentamiento árabe-israelí y del no menos secular conflicto entre suníes, rama mayoritaria del islam, y chiíes, minoría musulmana que tradicionalmente ha ocupado el poder.
Hacia el abismo radical
Inglaterra y Francia asumieron durante la Gran Guerra, la paz de Versalles y la conferencia de San Remo un riesgo en Oriente Próximo cuyas consecuencias nunca han sabido gestionar, pues el territorio quedó muy lejos de ser pacificado y el proceso de balcanización de la zona ha servido en los últimos cien años para ser escenario de luchas encarnizadas, polvorín de continuas detonaciones y granero de conflictos de alcance mundial.
Por su parte, Estados Unidos, permanente aliado de Israel y dependiente de los lobbiesjudíos asentados en su propio continente, lo ha hecho aún peor desde que terminara la Segunda Guerra Mundial e incluso antes de que concluyera la guerra fría. Y no solo por el tenaz apoyo a su socio en las sucesivas guerras entre árabes e israelíes –desde la ocasionada en 1948 tras la declaración de independencia de Israel, la guerra de los Seis Días de 1967 y la guerra del Yom Kipur de 1973 hasta los acuerdos de Camp David de 1978, los tratados de Oslo de 1993, los constantes enfrentamientos en la franja de Gaza y las guerras civiles de Líbano y Siria–, sino por la torpeza y la falta de previsión que mostró cuando la Unión Soviética invadió Afganistán en diciembre de 1979.
Al apoyar y armar a los combatientes afganos que luchaban contra el ejército soviético, los estadounidenses edificaron el nido en el que ya habitaba Osama bin Laden, pero a Jimmy Carter, presidente desde 1977, le pareció que aquello podía ser un buen atajo para acabar con la URSS, ya debilitada económica y militarmente en la última fase del mandato de Leonid Brézhnev.
La CIA fue la encargada de suministrar miles de millones de dólares a los muyahidin –denominación que en el contexto islámico hace referencia a quien hace la yihad– y de asesorar y adiestrar a los fundamentalistas islámicos mediante la operación Ciclón,financiada también por Reino Unido y Arabia Saudí y en la que Pakistán ejerció un importante papel de intermediario. Las tropas rusas se retiraron en 1989 y la URSS quedó oficialmente disuelta en 1991, pero muchos de los combatientes afganos entrenados por militares estadounidenses pasaron a engrosar las filas del ejército talibán y muchos otros traspasaron a Al Qaeda los conocimientos aprendidos y las armas adquiridas con dinero occidental.
Ni Carter ni su sucesor, Ronald Reagan, fueron capaces de prever que un día la maniobra se volvería en su contra. Diez años antes, ni siquiera Nixon se hubiera atrevido a semejante despropósito.
Y diez años después, en agosto de 1990, George H. Bush apareció ante el mundo como el salvador del pueblo kuwaití frente a las garras iraquíes y dio un paso más en su enfrentamiento con el mundo árabe, pues si hasta entonces Estados Unidos gestionaba los asuntos de Oriente Próximo sin salir de casa, a partir de la guerra del Golfo demostró que podía poner los pies y los tanques en territorio musulmán sin que le importaran las consecuencias.
La operación Tormenta del Desierto, puesta en marcha en enero de 1991, estuvo liderada por Estados Unidos con el respaldo de la ONU, y en pocas semanas logró que las tropas de Sadam Husein retrocedieran hasta detrás de sus fronteras. Pero una vez que el pequeño y millonario Kuwait había sido liberado y que Irak no había logrado lavar las heridas ni enjuagar las cuantiosas deudas de la guerra irano-iraquí de 1980-1988, la comunidad islámica entendió la intervención occidental como una intromisión más en un territorio que no le pertenecía. Y Occidente, una vez más también, fue incapaz de comprender un concepto religioso, étnico y cultural diferente al suyo.
Las piezas del tablero se habían movido mucho desde los tiempos de Sykes-Picot y la necesidad petrolífera de reordenar el territorio se impuso sobre los mapas tras el 11 de septiembre de 2001. La matanza organizada por Bin Laden en Nueva York fue el pistoletazo de salida para una empresa que Estados Unidos tenía en mente desde mucho antes de que Al Qaeda planificara la suya y fue el argumento perfecto para que Bush (hijo) terminara el desastre iniciado por Bush (padre).
No es necesario recurrir a teorías sobre oscuras conspiraciones entre Al Qaeda y la CIA para comprender que la disolución de la URSS y la guerra del Golfo habían abierto el camino a la administración estadounidense para alterar regímenes y fronteras en Oriente Medio como se había hecho en Oriente Próximo menos de un siglo antes. De modo que en la Casa Blanca ya se estaba diseñando el Gran Oriente Medio –el mundo árabe, Palestina, Turquía, Irán, Irak, Pakistán y Afganistán–, concebido como una gran región necesitada de intervención externa para la liberalización de su política y su comercio, cuando a George W. Bush le avisaron aquella mañana de que América estaba siendo atacada.
Tras el rechazo de la ONU a una nueva invasión en la zona, Bush tuvo la precaución de incorporar a su operación a un peso pesado de la política internacional, Tony Blair, primer ministro británico desde 1997, y a un inspector de Hacienda venido arriba tras haber ganado dos elecciones seguidas frente a la nada, José María Aznar. Los dos le servirán de teloneros y comparsas en una de las fotografías más lamentables de la historia reciente, la de las Azores, seguida de aquellos aplausos funerarios que la bancada popular dedicó a su líder en el Congreso de los Diputados tras anunciar la incorporación de España a la cruzada estadounidense. Una bochornosa página de nuestro tiempo de la que alguien debería responder, pues ciudadanos ingleses y españoles pagaron muy cara la osadía de sus dirigentes en forma de atentados indiscriminados perpetrados en Madrid, el 11 de marzo de 2004, y en Londres, el 7 de julio de 2005.
La invasión de Irak tuvo lugar en la primavera de 2003 con la oposición de Francia, Bélgica, Alemania y Rusia, entre otras potencias, mientras que Estados Unidos, Reino Unido, España y Polonia formaron la coalición encargada de hallar y destruir las armas de destrucción masiva que supuestamente se encontraban en manos del gobierno iraquí, de acabar con el régimen de Sadam Husein y de iniciar la gran operación que terminaría con el “eje del mal”: un término con reminiscencias históricas de las dos guerras mundiales que Bush utilizó con frecuencia para referirse a Irán, Irak y Corea del Norte, lista a la que después añadiría desde Cuba hasta Zimbabue.
Como es sabido, las armas de destrucción masiva jamás estuvieron en otro lugar que no fuera el argumentario de la coalición para poner los pies en el Gran Oriente Medio, en donde Sadam Husein fue detenido a finales de 2003 y ejecutado tres años después, cuando los servicios secretos estadounidenses aún buscaban a Bin Laden, quien no pudo ser capturado hasta mayo de 2011. La gran operación diseñada por Bush y su vicepresidente, el empresario metodista Dick Cheney, volvió a mostrar al mundo que los tentáculos occidentales nunca han dejado de vigilar los territorios musulmanes y, sobre todo, que nunca han dejado de pensar en cómo apoderarse de unos recursos naturales que hoy resultan indispensables en un mundo altamente industrializado.
Y sin embargo, la historia parece pasar de puntillas por las mentes de estadistas y políticos que se niegan a aprender de los errores cometidos y se niegan a aceptar que no existe la guerra de civilizaciones inventada tras el 11-S, sino una colisión de intereses económicos occidentales frente a una realidad territorial, étnica y religiosa que no solo desconocen, sino que tampoco les interesa conocer.
Cien años de errores
Llegados a este punto conviene recordar la línea lenta y continua que comenzó el día de 1915 en que se reunieron Sykes y Picot y que ha avanzado en el último siglo a través del tratado de Versalles y la conferencia de San Remo en 1919, la independencia de Israel en 1948, la guerra fría, la invasión de Afganistán en 1979, la guerra del Golfo en 1991 y la invasión de Irak en 2003, pues en todas estas “estaciones” se fueron sumando al yihadismo grupos islamistas radicalizados que prolongan su trazo hasta Al Qaeda y la organización que ahora mismo Occidente teme y tiene en su punto de mira: el Estado Islámico, ISIS (Islamic State of Iraq and Syria) o Daesh (al-Dawla al-Islamiya al-Iraq al-Sham).
La invasión de Irak por parte de la pequeña coalición liderada por Estados Unidos supuso no solo que en pocos meses se desplazaran centenares de miles de refugiados, sino la radicalización de grupos religiosos que durante mucho tiempo compartieron celdas y salas de tortura con antiguos miembros de las fuerzas armadas iraquíes, desmanteladas mientras el mundo se sonrojaba al comprobar que las armas de destrucción masiva habitaban solo en las fantasías bélicas de algunos dirigentes occidentales.
Y de los bombardeos de ciudades como Faluya, donde se empleó fósforo blanco contra la población civil, y de cárceles como la de Camp Bucca surgieron muchos futuros militantes de ISIS y una alianza que hasta entonces era difícil de imaginar, es decir, la de suníes y chiíes frente a dos enemigos comunes: su propio gobierno, que reprimió duramente las protestas populares de 2010, y los ejércitos occidentales que le apoyaban.
En 2011 las revueltas se extendieron a la vecina Siria y el Ejército Islámico no tardó en sumarse a una rebelión antigubernamental que se fue ampliando a medida que la oposición iraquí hizo suyas las pretensiones de la siria. En poco más de dos años los grupos suníes del ISIS se deshicieron de sus lazos con Al Qaeda y lograron tomar buena parte de Irak y amplias zonas de Siria, lo que les llevó a proclamar en 2014 el Califato del Estado Islámico de Irak y Siria mientras reclutaban musulmanes procedentes de todo el mundo a través de medios tan modernos como las redes sociales y lo que los expertos informáticos denominan “internet profunda”, es decir, oculta.
Su ideología fundamentalista, basada en la yihad y el wahabismo –rama extrema de los suníes surgida en el siglo XVIII y caracterizada por su rigor doctrinal y su afán de expansión–, no ha impedido que Daesh haya sido visto con simpatía por estados tan dispares como Israel o Arabia Saudí –no incluidos en el “eje del mal”– en su lucha frente a otro enemigo no menos feroz: Irán. Por su parte, Turquía, miembro de la OTAN desde 1952, considera que los suníes del Estado Islámico pueden detener el avance de la influencia chií en su territorio y contener el movimiento kurdo, de modo que no ha impedido el tráfico de crudo por su territorio procedente de los campos petrolíferos controlados por el ISIS, operación que junto a la venta de gas y fosfatos supone casi la mitad de sus ingresos totales.
Siempre que hay un conflicto armado hay que preguntarse quién lo financia y a quién beneficia. Y en este aspecto entran en juego no solo las autoridades turcas, sino también las saudíes y las israelíes –aliadas naturales de Estados Unidos–, sabedoras también de que no pocos particulares entregan importantes sumas de dinero a los suníes de Daesh para que lo empleen en cualquiera de los objetivos preferentes para ellas: debilitar a Irán, frenar a los chiíes o contener a los kurdos.
Y en esta enrevesada trama en la que se dan cita actores tan opuestos y diversos no puede faltar una guerra civil de la que todos se aprovechan: Siria.
Iniciada en 2011 como un enfrentamiento entre las fuerzas gubernamentales de Bashar Al-Asad –presidente del país desde el año 2000– y diferentes grupos de oposición a los que se sumaron organizaciones yihadistas como ISIS y Al Nusra, considerada la rama de Al Qaeda en territorio sirio, ha ocasionado ya uno de los movimientos de refugiados más importantes de las últimas décadas, con más de tres millones de desplazados, y ha provocado la muerte de 300.000 personas, de las que al menos un tercio son civiles.
El presidente Al-Asad cuenta principalmente con el respaldo de Rusia, Irán y Hezbolá, la organización chií libanesa que ha tenido siempre el apoyo de las autoridades sirias e iraníes, que coinciden al afirmar que el inicio de la guerra se debió al interés de otras potencias en precipitar la caída del gobierno. Por su parte, los grupos de oposición cuentan con la ayuda de Estados Unidos, Israel, Turquía, Arabia Saudí y Qatar, por lo que en ocasiones se ha querido entender esta contienda como un enfrentamiento entre chiíes y suníes dentro del territorio sirio.
Sin embargo, los grupos enfrentados a las fuerzas gubernamentales no representan un bloque compacto, pues el Estado Islámico se mantiene en guerra con los dos bandos y desea la derrota del gobierno y de la oposición en su lucha por establecer su propia ley. No hay que olvidar que Daesh se remonta a los tiempos anteriores a la Gran Guerra para reclamar la unificación de la antigua Mesopotamia que la propia contienda y el tratado de Versalles desbarataron.
Pero en este complicado tablero geoestratégico las fuerzas de ISIS no se proponen el establecimiento de su califato únicamente en Siria e Irak, sino que el wahabismo de sus líderes y seguidores les lleva a pretender la conquista de todos los territorios del mundo en los que no se obedece con estricto rigor la sharia, es decir, la ley islámica, y especialmente de aquellas potencias occidentales que favorecen o favorecieron la división política y administrativa de su área de actuación.
Es probable que Turquía resulte la gran beneficiada de este complejo escenario, pues Europa se ha mostrado ya desbordada por la crisis de los refugiados y necesita utilizarla como barrera disuasoria ante las miles de personas que desean entrar en el continente, para lo que ya ha comenzado a inyectar importantes sumas de dinero en las arcas de la república presidida por Recep Tayyip Erdogan.
Y como era de esperar, la ayuda que Occidente necesita tiene un precio más alto: el anhelado ingreso de Turquía en la Unión Europea. Se trataría, en su caso, de uno de esos curiosos guiños de la historia, pues la república heredera del viejo imperio otomano que durante siglos batalló por entrar en Europa ingresaría ahora en su club más importante al beneficiarse de los errores cometidos por quienes acabaron con él.
París, 2015
Volvamos a París, 13 de noviembre de 2015. Cuando los terroristas riegan de sangre la ciudad no lo hacen porque hayan entonado el canto de guerra contra la capital de Francia, sino porque es una acción mediática en uno de los iconos de la cultura europea que durante semanas ocupará las portadas de prensa y medios audiovisuales. Reventar un monumento milenario en tierras sirias o iraquíes apenas ocupa un faldón en los periódicos antes de las páginas de deportes, pero atacar París, como atacar Londres, Roma, Madrid o Berlín, tiene un efecto propagandístico que resulta muy atractivo para quienes aprietan el gatillo y que no se logra con un atentado en Beirut, como ocurrió en la misma fecha. La guerra entre Francia y el ISIS no existe, pero sí una guerra de ISIS contra todos en la que uno puede ser víctima, pero no causa.
No hay mayor error en un ejército que pensar que su enemigo ha enloquecido o no sabe lo que hace. Y pensar que los combatientes de Daesh forman una organización sin más rumbo que el terror sería una equivocación muy grave que Occidente no debe cometer, como tampoco debe repetir operaciones que en el pasado sembraron más sangre y, a medio plazo, mayor radicalización. Los atentados de Nueva York, Madrid, Londres y París han llenado nuestras calles de dolor, pero en ningún momento hay que olvidar que los objetivos no siempre son seleccionados por su relación directa con la causa que defienden quienes los cometen, sino por su efectividad.
Cuando los dirigentes occidentales se jactan de vivir en el sistema que mejor asegura las libertades individuales y colectivas deberían pensar que resolver un conflicto internacional como el sirio también forma parte de sus obligaciones, pues hace ya mucho tiempo que sabemos que las guerras regionales desaparecieron del mapa y que una bala disparada en cualquier punto del planeta resuena inmediatamente en los cinco continentes. La globalización ha supuesto grandes cambios, incluido este, y es hora de que quienes se consideran líderes mundiales aprendan a pensar en términos globales y a olvidar sus propias tendencias electorales y locales, pues lo contrario no conducirá más que a contar los muertos y los desplazados por decenas de millones y a una involución política y económica de imprevisibles consecuencias.
Del mismo modo, y por las mismas razones, quienes han sido elegidos democráticamente no pueden olvidar que también están obligados a defendernos de la xenofobia y que si pretenden mantener en sus respectivos países una convivencia pacífica tienen que empezar por aprender a diferenciar entre árabes, musulmanes e islamistas –así como nosotros sabemos diferenciar entre europeos y creyentes–, única manera de no criminalizar a todo un pueblo por las atrocidades que otros cometieron, de conservar la razón y de poder seguir viviendo en paz con quienes cada día llegan a Europa en busca de una vida mejor.
Hoy es oportuno recordar que han sido necesarias decenas de muertos en las calles de París para que la Unión Europea se ponga a pensar en el modo de detener la guerra civil siria, algo que las 300.000 personas asesinadas hasta entonces no lograron.
Y es oportuno recordar también que tras la invasión de Irak, en 2003, escribí un texto en el que afirmaba que si no se ponían los medios políticos y legales para evitarla, la guerra que acababa de comenzar duraría cien años de dolor y sufrimiento. Solo llevamos doce.
Fran Vega (Logroño, España, 1961) cursó estudios de Filosofía y Biblioteconomía, pero su trayectoria profesional ha estado siempre vinculada al sector editorial barcelonés, en el que ha dirigido cuatro empresas y numerosos proyectos durante los últimos veinticinco años. Su interés por el análisis histórico, político y social le ha llevado a participar en diferentes obras y medios de comunicación.